Ayer vi el documental La sal de la tierra, de Wim Wenders sobre el fotógrafo brasileño Sebastiao Salgado. Lo que ha visto SS por su objetivo es como para tirarse del primer puente que uno encuentre, pero WW ha encontrado la manera de que el final sea más o menos feliz. Digo más o menos porque es un documental muy impactante y no llegas intacto a ese cierre medio optimista en el que la familia Salgado al completo muestra la reforestación (re, no de) que ha practicado en sus tierras, ahora convertidas en parque nacional.
Otro tipo llamado Jadav Payeng tuvo la misma idea y plantó un bosque en su pueblo en la India, en un acto mucho más humilde y lento, porque lo hizo él solo. Empezó en los años setenta. Tela.
Jadav me recuerda un poco a un hortelano que solía andar por aquí hace un tiempo. Fruta que comía, semilla que plantaba. Pero un huerto en una terraza urbana no es lo mismo que tener un pedazo de tierra, de modo que la reforestación caótica de mi casa no dio un bosque, sino una serie de ensayos de árboles que no tenían donde agarrarse. Lo que sí daba esta práctica de ir metiendo en tierra todo lo que contiene una posibilidad de futuro es cierta ampliación de tu autonomía alimentaria a escala doméstica y ese aire de pueblo que consiste en contemplar el ciclo de la vida y, a veces, regar un poco al atardecer antes de sentarte a la fresca a mirar las hojitas tomándote un daiquiri.
Tomándote un daiquiri, o leyendo el nuevo libro de Naomi Klein, un libro que, como esas semillas que plantaba mi hortelano, contiene un futuro posible. A ver si cae en un pedazo de tierra, porque si no, se queda en ensayo.
La sandía que no pudo ser.