miércoles, 27 de mayo de 2015

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Una vez en un avión se sentó al lado un tipo que tenía miedo a volar, pero lo llevaba bien, decía. Sólo tenía que pensar en su hija pequeña, y con esa energía elevaba el avión. 
Yo tengo mis truquitos, aunque a menudo los miedos son más rápidos y van ocupando el espacio libre. Una está tan ricamente en el parque de la Ciudadela, de pronto oye chillar a un mono en el zoológico a escasos metros, y el resto del tiempo lo pasa tensa, preparada para huir de un rinoceronte. Mientras tanto, a su lado, unos hippies hacen yoga-en-comú bajo un magnolio. 
En breve voy a un encuentro multitudinario que se celebra en un parque en el que se ha caído algún árbol que otro. Como no tengo hijas pequeñas que sujeten los árboles mientras paso por debajo, me pongo a pensar en quién podría hacer de guardaespaldas imaginario. 
Una vez vinieron unos leñadores de la Euskadi profunda a cortar unos árboles a mi barrio. Esta historia no la he vivido yo. Dice mi madre que llegaron unos leñadores y que sólo la vecina (de las mismas profundidades geográficas) podía entender lo que decían, y a duras penas, porque era un euskera antiguo, tonal, secreto, vete a saber. Tres profesionales que se plantaron allí, midieron con aparatos, agarraron con cuerdas, desalojaron perímetro, y cuando ya estaba el árbol a puntito, dice mi madre que uno de ellos, el jefe, se puso de pie delante del árbol que medía más que la casa, y pegó un grito. Al grito los otros hicieron no sé qué, y el árbol comenzó a caer. Dice mi madre que el árbol era inmenso y que el leñador se había plantado enfrente y no se movía; que caía y el hombre lo seguía con la mirada; que caía y se iba haciendo cada vez más grande; que cayó a un suspiro de distancia y al tipo no se le movió ni la txapela. 
Creo que no hay mejor guardaespaldas imaginario que este hombre venido del bosque, convertido ya en mito casero.