miércoles, 9 de septiembre de 2015

30

No conocí a mi abuelo. Murió antes de llegar a serlo, atropellado por un coche a la entrada de un puente en Bilbao. Tan brumoso como el bocho una tarde de lluvia es el retrato que yo tengo de él, sólo pinceladas, pocas historias he oído yo de mi abuelo. Sé que su muerte trajo consigo algunas consecuencias que, con el tiempo, se han convertido en una espina enquistada, en una raíz casi. 
Él no fue abuelo y por lo tanto yo no fui nieta. No sé cómo se movía ni cómo sonaba su voz. Lo que he vivido de mi abuelo ha sido a través de otra gente, mis tíos, mi abuela, mi madre... Por eso hoy, cuando he sacado los manuales con los que él aprendía inglés en 1918 para restaurarlos en el taller, mi pensamiento estaba centrado en mi madre. Cómo va a quedar, le va a gustar, cómo hago para proteger los dibujos de barcos y las firmas que anotó, antes de convertirse en marino. 
Uno de los manuales tiene unas grapas de hierro centenarias incrustadas primero en la tarlatana, luego en el papel. Gordas, oxidadas, roñosas grapas. "¿Tienes la antitetánica?", pregunta la maestra encuadernadora. No lo sé, me da igual. El óxido en el hierro, su color, su textura, me lleva a Bilbao, a las grúas, al puerto, a los barcos, al mar. Y me doy cuenta de que ya no tengo delante un libro para mi madre. Lo que tengo delante es el manual de inglés que usó mi abuelo: él lo tocó, lo abrió, lo pintarrajeó, lo leyó. 
La piel que todavía está pegada a las grapas se separa con facilidad. Hay una vieja tarlatana y la corto despacio, como si me estuviera viendo. Y entonces empiezo con las grapas, retiro el óxido, empujo, saco un punzón, intento mover un extremo, lijo un poco el papel alrededor de la grapa, meto el punzón con dificultad, se mueve un poco. Paro. Agarro el extremo con unos alicates de precisión, hago fuerza. Aquello empieza a funcionar, le doy la vuelta, rompo la grapa por el otro lado, agarro un extremo y estiro haciendo palanca. Sudo, me duele la mano, el libro se resiente un poco, sale. La grapa ahora es fina y hace un ruidito al caer sobre la mesa. Cuando estoy en medio de la segunda, el punzón se me va y me lo clavo en un dedo y grito. La maestra me mira asustada: "¿Sangra?" No, muy poco.    
Luego mientras camino a casa por las calles oscuras de la ciudad contaminada, pienso en mi abuelo y en la herida. Siento que este libro es la primera, la única conexión física entre los dos. Aitite.