miércoles, 25 de marzo de 2015

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Un fenómeno que observo desde hace un par de visitas a mi lugar de origen es que mi ciudad, mal que me pese, se está hipsterizando. De la barba frondosa y natural autóctona estamos pasando a una esculturización del vello vascoparlante que curiosamente recuerda a las laderas peladas de los montes, que más que una profusión de verdes intensos, oscuros, brillantes, o directamente negros, ahora en muchas zonas no son más que un verdín que hace de backyard del baserri correspondiente
Lo que no entiendo es cómo se pasa del ñoñostiarra al hípster sin solución de continuidad. Porque lo alternativo, lo periférico, lo desigual, lo cool, lo rompedor e independiente no es precisamente la esencia del easonense. Si acaso, habría que irse a Eibar, a Irún, a Arrasate, para encontrar otros circuitos culturales. 
Siempre que voy, siempre que iba, siempre siempre, se ha dicho que Donosti era demasiado bonita, demasiado plácida, demasiado idílica, para profundizar en las oscuridades del ser humano. Bueno, también escribió alguien muy conocido que en el Caribe no se podía escribir porque sólo servía para estar de vacaciones y tomarse un daiquiri. Y la verdad es que hay mucha vida más allá de la pulserita del hotel. 
Donosti tiene un lado oscuro, como todo el mundo. Lo que pasa es que siempre ha sido un lado silencioso, un sirimiri mudo y turbio, como la barba autóctona: la que permanece cerrada.