Esta caracola viene de las aguas turquesas de una playa sin gente en el Caribe. Un poeta descansaba en una tumbona. En el agua se me acercó un chico buceando y me preguntó si yo era su hija. Hablamos. Él quería ser escritor y admiraba al poeta de la isla. Me dijo: "Toma, para ti", y me dio una caracola. "Es muy pequeña y está un poco rota, pero la espiral está intacta." "Gracias, es muy bonita." Me sentí como una niña, dentro del mar y hablando con aquel chico.
Ese día en la playa el poeta me regaló otra caracola, una enorme que después me traje conmigo en el asiento del avión, envuelta en una tela metida en una bolsa junto con dos botellas de ron de Guayana.
El poeta escribió una vez que los paladares rosados de las caracolas son el canto de los ángeles, un canto que no puede oírse. Ese día en la playa, siguiendo instrucciones de su mujer, le entrevisté. Nuestra conversación quedó grabada en una cinta. Aunque nunca la haya escuchado, sé que el ruido del mar no dejó que nuestras voces se grabaran. Más de una década después, voces y mar están en una cinta metida en un estuche metido en una bolsa metida en una caja.
Tengo dos caracolas. En la grande, intacta, suena la poesía que viaja por el fondo de la memoria. La pequeña y rota es la única que encontró aquel chico que salió del mar para preguntarme si yo era hija de un poeta. La tengo siempre cerca.
Muchos años más tarde, conocí a un marinero loco que me llevó a su casa. En un fondo del mar vertical vi una hilera de pequeñas caracolas, una detrás de otra, en procesión. Y allí, bajo la atenta mirada de otro poeta, escuché el sonido de la caracola pequeña y su deseo de viajar.