Paul Valéry dijo una vez, al contemplar la belleza de cierta encuadernación, que le entraban ganas de que lo encuadernaran a él. Esta semana he comenzado un curso de encuadernación artesanal. Más allá de la fascinación primera por la cantidad de palabras que he aprendido en un día, las máquinas tan especializadas, las herramientas para cada mini paso, los procesos, las medidas, que convierten el local en el Taller de las Maravillas, me fascina la actitud de la maestra encuadernadora y lo que encierra.
Me ha debido de ver preocupada por hacerlo bien, porque lo primero que me ha dicho es: si no te sale, no pasa nada, ¡no nos vamos a suicidar!. Mientras explica, lo toca todo, se mueve, dibuja, saca un papel, lo chupa para enseñarte el sentido de fibra, te corrige, se ríe, te cuenta cosas. A medida que voy haciendo cada paso y metiendo la pata en todo tipo de detalles invisibles que yo no veo, la maestra me hace retroceder un poco y repetirlo. Así, para atrás y para adelante, han ido apareciendo herramientas de nombres sonoros que sirven para ir corrigiendo imperfecciones, porque con las imperfecciones también tienes que trabajar, están previstas, son parte del oficio, han permanecido, junto con el vocabulario y las herramientas, a lo largo de los siglos. La maestra encuadernadora lo sabe y por eso me dice que no nos vamos a suicidar. Porque no hay apocalipsis en el taller de las maravillas.
El ingenio es mi máquina favorita